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Los dos testimonios de fe – (2/2) Muhammad es el Mensajero de Allah

Muhammad

Muhammad es el último de los Mensajeros enviados por Dios a la raza humana.

En este artículo analizamos la primera parte de la shahada, “No hay dios excepto Allah”. A continuación, analizamos la segunda parte, que atestigua que “Muhammad es el mensajero de Allah”.

Las veces en las que el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, aparece mencionado en el Corán son muy numerosas, pero sólo se le menciona por su nombre en cinco ocasiones, en una de las cuales utiliza su otro nombre: Ahmad.

“Y cuando dijo ‘Isa, hijo de Maryam: ¡Hijos de Israel!  Yo soy el mensajero de Allah para vosotros, para confirmar la Torá que había antes de mí y para anunciar a un mensajero que ha de venir después de mí cuyo nombre es Ahmad”. (Saff, 61:6)

“Pero los que creen, llevan a cabo las acciones de bieny creen en lo que se le ha hecho descender a Muhammad, que es la verdad que viene de su Señor, Él les ocultará sus malas acciones y mejorará lo que surja en sus corazones”. (Muhammad, 47:2)

“Muhammad es el Mensajero de Allah, los que están con él son duros con los incrédulos  y compasivos entre ellos”. (Fath, 48:29)

“Pero Muhammad no es sino un mensajero antes del cual ya hubo otros mensajeros; si muriese o lo mataran, ¿os volveríais sobre vuestros talones? Quien se vuelva sobre sus talones, no perjudicará a Allah en absoluto. Y Allah recompensará a los agradecidos”. (Al Imran, 3:144)

“Muhammad no es el padre de ninguno de vuestros hombres sino que es el mensajero de Allah y el sello de los profetas. Y Allah es Conocedor de todas las cosas”. (Al Ahzab, 33:40)

Los seres humanos siempre han tenido acceso al conocimiento de lo Divino gracias a otros hombres que, por su propia naturaleza, estaban predispuestos y habían sido creados para informar a sus compañeros de este conocimiento. Estos hombres elegidos hablaron de la Unidad Divina a quienes les acompañaban, y les guiaron al camino que llevaba a ser consciente de, y vivir en armonía con, esta Realidad. Algunos de estos hombres inspirados recibieron Revelaciones Divinas que fueron compiladas en la forma de libros escritos que desvelaban la verdad de la existencia y guiaban hacia una forma de vida que estaba en armonía con esta verdad. Y en nuestros días, todavía tenemos acceso a esta guía en la forma más completa que fue traída por el último de aquellos que inspiró la Realidad para guiar a su gente.

Hablamos de Muhammad, el último de los Mensajeros enviados por Dios a la raza humana. A través de él se reveló el Corán, la última revelación Divina que contiene la guía completa para todas las necesidades humanas hasta el fin de los tiempos. Durante su vida, Muhammad demostró qué significa el ser humano realizado, encarnando todas las perfecciones de carácter y enseñándonos cómo conduce sus asuntos cotidianos una persona que, enfrentándose a las contingencias de la situación humana, está totalmente sometida a lo Divino.

La vida de Muhammad

Muhammad era hijo de ‘Abdullah, nieto de ‘Abdul-Muttalib el hijo de Hashim de la tribu de los Quraysh, descendiente de Isma’il el hijo de Ibrahim (Abraham), y nació en Makka alrededor del año 570 d.C. Su padre murió antes de que naciera Muhammad y su madre, Amina, murió cuando todavía era un muchacho; en su abuelo, ‘Abdul-Muttalib, encontró un tutor y un protector y luego, tras su muerte, en su tío Abu Talib. Su niñez fue muy sencilla. Siguiendo la costumbre de las familias acomodadas de Makka, fue enviado a una tribu del desierto y amamantado por una nodriza llamada Halima. No recibió una educación especial y cuidaba del rebaño de cabras y ovejas de su familia adoptiva en las colinas que rodeaban a Makka.

En cierta ocasión, acompañó a su tío en una caravana que se dirigía a Siria. Durante el viaje se encontraron con un eremita cristiano llamado Bahira que dijo a su tío que su joven sobrino sería el profeta de su gente. Cuando tenía veinticinco años volvió a hacer el mismo viaje, esta vez como comerciante al servicio de una rica viuda llamada Jadiya. El resultado de su éxito y de los informes sobre la excelencia de su carácter fue que Jadiya contrajo matrimonio con su joven representante. Vivieron juntos veintiséis años; Jadiya fue la madre de sus hijos y permaneció a su lado durante los años difíciles en los que Muhammad intentó propagar el Islam entre la gente de Makka.

Muhammad tenía la costumbre de pasar el mes de Ramadán en la cueva de una montaña cercana a Makka y en la más absoluta soledad. Cuando tenía cuarenta años y en los últimos días de ese mes, oyó una voz durante la noche que le decía: “¡Lee!” Muhammad contestó: “Yo no sé leer”. La voz dijo de nuevo: “¡Lee!”. Atemorizado, repitió las mismas palabras: “No sé leer”. Por tercera vez ordenó la voz: “¡Lee!”. Muhammad preguntó: “¿Qué tengo que leer?”. La voz dijo: “¡Lee en el nombre de tu Señor que ha creado! Ha creado al hombre de un coágulo”. (Al ‘Alaq, 96: 1-2); Sira de Ibn Hisham). Este fue el comienzo de la revelación del Corán que descendió, de forma intermitente, hasta poco antes de su muerte veintitrés años más tarde. La voz le dijo que él, Muhammad, era el Mensajero de Allah. Cuando alzó la vista, vio al ángel Ŷibril, el medio elegido por el Creador del universo para transmitir la Revelación.

Lo primero que pensó Muhammad es que se había vuelto loco, pero fue reconfortado por su esposa Jadiya; poco a poco, y conforme continuaba la revelación, vio cómo le abandonaba la reticencia que sufría llegando a aceptar la tremenda tarea de ser el Mensajero del Señor de la creación. En los tres años siguientes a este acontecimiento, contó a su círculo más allegado lo que había sucedido. Su esposa Jadiya, su hijo adoptivo ‘Ali, su esclavo liberto Zayd y su amigo Abu Bakr, fueron los primeros en aceptar lo que decía y decidieron seguirle.

Al poco tiempo Muhammad recibió la orden de “salir y amonestar”, y entonces comenzó a dirigirse a la gente de Makka. Les habló de la estupidez que suponía la adoración de ídolos ante las pruebas claras de la Unidad Divina manifiestas en la creación. Les dio las buenas noticias de los deleites del Jardín en el Otro Mundo para los que creyesen en el Dios Único y actuasen según su creencia, y les avisó sobre los tormentos del Fuego para los que rechazasen esta creencia. Al ver amenazada con esta enseñanza su forma de vida, los clanes de los Quraysh manifestaron su hostilidad y comenzaron a insultarle y a perseguir a sus seguidores.

A pesar de todo, el número de musulmanes crecía de forma paulatina; los Quraysh trataron de detenerle con sobornos, ofreciendo incluso convertirlo en su rey si llegaba a un acuerdo con ellos y dejaba de atacar a sus falsos dioses. Con sus palabras y su ejemplo, Muhammad estaba minando y poniendo en serio peligro la estructura de su sociedad y los fundamentos de su riqueza. La despiadada persecución contra sus seguidores hizo que el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, enviase a un grupo de los mismos a Abisinia donde disfrutaron de asilo temporal bajo el mando del rey cristiano de ese territorio.

El Islam se vio aún más fortalecido cuando ‘Umar ibn al-Jattab aceptó al Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz. ‘Umar era uno de los Quraysh más fuertes y más respetados y, hasta ese momento, había sido uno de los opositores más acérrimos del Islam. Llevados por su ira y su frustración, los Quraysh encerraron al clan del Profeta en un barranco durante tres años, al tiempo que prohibían relacionarse con ellos. Durante este periodo, murieron su esposa Jadiya y su tío y protector Abu Talib, y sus intentos de llevar Islam a la cercana ciudad de Ta’if significaron un fracaso y un rechazo absolutos. Fue en este aparente estancamiento cuando tuvo lugar el célebre Isra o Viaje Nocturno, cuando Muhammad fue de Makka a Jerusalén para luego ascender a través de los siete cielos; en este Mi’raŷ o Ascensión, llegó a estar ante la Presencia Divina, se le mostró la verdadera naturaleza de su propio ser y el honor y la estima en los que le tenía su Señor, la Realidad Divina.

Poco tiempo después, un pequeño grupo de hombres de una ciudad llamada Yazrib, a una cierta distancia al norte de Makka, se sentaron con él cuando vinieron a hacer la peregrinación. Aceptaron a Muhammad, a quien Allan bendiga y conceda paz, como Profeta y regresaron a su ciudad con un musulmán para enseñarles el Din. Al año siguiente volvieron a Makka con setenta y tres nuevos musulmanes e invitaron al Profeta, a quien Allan bendiga y conceda paz, a establecerse en Yazrib y ser su líder. A partir de ese momento, los musulmanes comenzaron a abandonar Makka para establecerse en Yazrib y por fin el Profeta, a quien Allan bendiga y conceda paz, tras eludir un intento de asesinato, escapó con Abu Bakr de la ciudad que le había visto nacer y viajó a Yazrib cuyo nombre se transformó en el de al-Madina al-Munawwara, la Ciudad Iluminada (Medina). Este suceso se conoce como la Hiŷra y señala el inicio del calendario musulmán y de la comunidad musulmana como realidad política.

Al poco tiempo de establecerse en Medina, su Señor ordenó al Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, que combatiera contra sus enemigos; hasta ese momento ni siquiera habían intentado defenderse. Las primeras expediciones fueron muy pequeñas y casi no hubo lucha alguna. En el segundo año después de la Hiŷra, los Quraysh enviaron un ejército de mil hombres para proteger una caravana que venía de Siria. El Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, había reunido a poco más de trescientos hombres que, al no esperar una batalla seria, estaban mal equipados en lo que se refiere a armas, armaduras y caballerías. Ambos bandos se encontraron en un lugar llamado Badr. Conducidos por el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, con los corazones llenos de confianza plena en Allah y con la ayuda del reino angélico, los musulmanes lograron una victoria definitiva matando a muchos líderes de los Quraysh que incrementaron su enemistad. Pero a partir de ese momento, Islam se estableció firmemente en la tierra.

Al año siguiente, los Quraysh fueron a atacar Medina y los musulmanes les esperaron en la montaña de Uhud, un lugar cercano a la ciudad. A pesar de la inferioridad numérica, los musulmanes habrían conseguido la victoria de no ser por la codicia de un grupo de arqueros que abandonaron sus puestos atraídos por el botín. Esta derrota provocó el asesinato de los musulmanes que viajaban para propagar el Islam y la hostilidad manifiesta de los judíos que vivían en Medina, enemistad alentada por elementos resentidos que existían en el seno mismo de la comunidad musulmana.

En el año quinto de la Hiŷra, los Quraysh establecieron una alianza con otras tribus y atacaron de nuevo a Medina, esta vez con unos diez mil hombres. El Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, había cavado un foso profundo como defensa de la ciudad, y el suceso llegó a conocerse como la Batalla del Foso. Una tribu de judíos de Medina, que había suscrito con los musulmanes un acuerdo de ayuda y protección mutua, se unió a los atacantes de Makka. No obstante, confusos por el foso y desalentados por sospechar de sus aliados judíos, además de por un viento que sopló de forma incesante durante tres días y tres noches, los Quraysh y sus aliados se fueron sin presentar batalla. La tribu judía fue severamente castigada por su traición, encargándose del juicio un aliado que ellos mismos habían designado y que basó su sentencia en la Torah. En ese mismo año, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, decidió ir a Makka con mil cuatrocientos hombres para hacer el Haŷŷ. Acamparon en un lugar llamado al-Hudaybiyya a las afueras de la ciudad, pero se les prohibió la entrada. Los Quraysh enviaron una delegación y el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, firmó un tratado que parecía poco ventajoso para los musulmanes; luego, regresaron a Medina sin tan siquiera entrar en la Ciudad Sagrada. Este tratado, que ponía fin a los combates entre los musulmanes y los Quraysh, demostró ser una gran victoria y el Islam se propagó con una velocidad desconocida hasta ese entonces. Según las cláusulas del tratado, los Quraysh aceptaban abandonar Makka durante tres días al año siguiente cuando los musulmanes hiciesen ‘Umra y visitasen la ciudad. Esta iba a ser la primera vez que el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, y sus Compañeros, visitarían Makka después de siete años.

Al año siguiente, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, envió un ejército de tres mil hombres para repeler un ataque del emperador bizantino en Siria. Se enfrentaron con denuedo a cien mil hombres, luchando hasta que tres líderes murieron en la batalla. Los pocos que quedaron, se retiraron y volvieron a Medina. Luego, una tribu aliada de los Quraysh rompió el pacto que se había suscrito en al-Hudaybiyya y el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, marchó con diez mil hombres contra los Quraysh de Makka. Conquistaron la ciudad sin derramar sangre alguna y el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, declaró una amnistía general. Perdonó a los que le habían perseguido desde los comienzos del Islam. Se hicieron musulmanes y la única destrucción fue la de los ídolos que había en el interior de la Ka’ba. Luego, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, se dedicó a subyugar a las tribus hostiles que quedaban, logrando la victoria de Hunayn, y sitiando y conquistando la ciudad de Ta’if cuyos habitantes le habían rechazado diez años antes.

En el año noveno de la Hiŷra, los musulmanes de Medina fueron puestos a prueba por Allah. En el periodo más caluroso de todo el año, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, pidió a los musulmanes que le acompañasen en una penosa expedición a un lugar muy al norte llamado Tabuk para enfrentarse a un ejército de los romanos bizantinos. Algunos salieron y otros decidieron quedarse. La expedición regresó sin entrar en combate. Ese mismo año fue llamado el Año de las Delegaciones por la cantidad de gente que venía de todas partes de Arabia para entrar en el Islam y prestar juramento de fidelidad al Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz.

En el año décimo de la Hiŷra, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, lideró el Haŷŷ de la Despedida en el que le acompañaron ciento cuarenta mil musulmanes. En un discurso que dio en el Monte Arafat, el Profeta les habló de las obligaciones del Islam y les recordó que serían juzgados por sus acciones; y luego les preguntó si había transmitido correctamente la guía con la que había sido enviado. La respuesta fue: “¡Sí, por Allah!”. Y entonces dijo: “Oh Allah, Tú eres testigo”. Al poco tiempo de regresar a Medina, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, enfermaba y moría con la cabeza en el regazo de ‘A’isha, su esposa más amada.

En los últimos diez años de su vida, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, lideró veintisiete campañas militares; en nueve de ellas hubo combates enconados. Planeó e hizo salir a treinta más. Supervisaba personalmente cada detalle del gobierno y juzgaba cada caso, siendo accesible a todo el que se lo pedía. Puso fin a la adoración de los ídolos y reemplazó la arrogancia y la violencia, la ebriedad e inmoralidad de los árabes con la humildad y la compasión, la armonía y la generosidad, creando así una sociedad luminosa. En el momento de su muerte había cumplido con la tarea encomendada por la Divinidad estableciendo, según la guía Divina, una comunidad humana floreciente con una estructura política, económica y legal que protegía a una realidad social resplandeciente y compasiva que permitía el surgimiento de una espiritualidad que tenía una profundidad hasta entonces desconocida en la superficie del planeta.

El carácter de Muhammad

En un entorno acostumbrado a la violencia y la arrogancia, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, tenía un temperamento apacible y las maneras más exquisitas. Nunca insultaba a nadie ni menospreciaba la pobreza o la enfermedad. Honraba la nobleza y recompensaba según la valía, dando a cada persona en la medida de sus necesidades. Jamás rindió pleitesía a la riqueza o al poder y llamaba a adorar a Allah a todos los que se le acercaban.

Siempre era el primero en saludar y el último en retirar la mano. Tenía una paciencia infinita con todos los que venían a pedirle ayuda o consejo, sin importarle la ignorancia del inculto ni la grosería del maleducado. En una ocasión, un beduino vino a pedirle algo; el hombre tiró de sus ropas con tal violencia que arrancó un trozo. Muhammad se rio y dio al hombre lo que quería.

Una de sus cualidades, es que siempre tenía tiempo para el que lo necesitaba. Y con los visitantes tenía una deferencia tal, que les cedía su propio sitio o extendía su manto para que se sentasen. Si rehusaban, insistía hasta que aceptaban. A sus invitados les concedía toda su atención, hasta tal punto que todos, sin excepción alguna, se sentían los más honrados.

El Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, era el menos propenso a la ira y el más fácil de contentar. Los errores de sus Compañeros no eran mencionados y jamás culpó o denigró a persona alguna. Su sirviente Anas estuvo con él durante diez años y en todo ese tiempo, Muhammad ni siquiera le preguntó por qué había dejado de hacer alguna cosa. Le encantaba oír cosas buenas de sus Compañeros y lamentaba su ausencia. Visitaba a los enfermos incluso en las partes más remotas de Medina y de más difícil acceso. Asistía a los festejos y aceptaba por igual las invitaciones de libres y esclavos. Estaba presente en los funerales y rezaba junto a las tumbas de sus Compañeros. Siempre iba sin guardia alguna, incluso entre la gente que le era más hostil.

Tenía una voz poderosa y melodiosa y, a pesar de permanecer en silencio durante largos periodos de tiempo, siempre hablaba cuando la ocasión lo requería. Cuando lo hacía, era extraordinariamente preciso y elocuente, y sus frases eran tan coherentes y hermosamente construidas que quienes lo escuchaban –fuera quien fuese– comprendían y recordaban con facilidad todo lo que había dicho. Cuando estaba con sus esposas les hablaba con dulzura y con bromas continuas; y con sus Compañeros era el que más sonreía y se reía, admirándose de lo que decían y uniéndose a la conversación. Nunca se enfadaba por sus propios asuntos o por los relacionados con este mundo; cuando lo hacía, era en nombre de Allah y mostraba la más absoluta intransigencia. Cuando mostraba a alguien el camino lo hacía con toda la mano. Cuando estaba satisfecho con algo volvía hacia arriba las palmas de las manos. Cuando hablaba, las mantenía juntas. Cuando hablaba con alguien se volvía con todo su cuerpo hacia su interlocutor. Todo lo que hacía, era con la mayor intensidad.

Su generosidad era tan inmensa que, cuando alguien le pedía algo, jamás se negaba. En una ocasión en la que un beduino le pedía cada vez más ovejas, siguió dándole hasta que llenaron un valle entre dos montañas y el hombre quedó anonadado. Nunca se iba a la cama hasta que el dinero que había en la casa se distribuía entre los pobres, y con frecuencia daba de sus reservas de grano hasta tal punto que su propia familia se quedaba sin nada antes de que finalizara el año. Cuando venían a verlo solía preguntar a la gente sobre sus necesidades y luego les daba lo que querían. Del mismo modo que era generoso con sus escasas pertenencias también lo era con su misma persona, dando sin cesar consejos, ayuda, dulzura, perdón y un amor desbordante.

Le gustaba la pobreza y solía encontrársele en la compañía de los pobres. Su vida era lo más sencilla posible. Siempre se sentaba en el suelo y, con frecuencia, cuando estaba con sus Compañeros se sentaba en la última fila para que los visitantes no pudieran verlo. Comía de un plato que estaba en el suelo sobre un paño y nunca usaba una mesa. Dormía en el suelo, sobre una estera tejida con fibra de palmera que dejaba marcas en su piel; pero si se le ofrecía algo más confortable, no lo rechazaba.

Tanto él como su familia pasaban hambre con frecuencia, y había meses seguidos en los que no salía humo de su casa ni de las de sus esposas porque solo tenían dátiles y agua; no había alimentos que cocinar ni aceite para las lámparas. Pero en otras ocasiones, cuando se disponía de comida, el Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, comía bien. Dijo que la mejor comida era la que tenía más manos compartiendo el plato. Nunca ponía peros a la comida. Si le gustaba lo comía y si no, lo dejaba.

Solía ser el que ataba al camello macho y daba de comer a los animales que se utilizaban para acarrear el agua. Barría su habitación, reparaba su calzado, remendaba sus ropas, ordeñaba la oveja, comía con sus esclavos a los que vestía como él lo hacía y llevaba hasta su casa lo que compraba en el mercado. Dijo: “Oh Allah, haz que viva, muera y resucite con los pobres”. Tras su muerte no dejó dinero alguno.

Se vestía con lo que tenía más a mano, siempre que fuese lícito, aunque le gustaban especialmente los colores blanco y verde. Cuando estrenaba una prenda nueva daba a alguien la vieja. A veces utilizaba lana basta. Tenía un manto a rayas que era del Yemen y que le gustaba mucho. Le encantaban los perfumes y compraba los mejores que había. Las únicas posesiones a las que tenía gran estima eran sus espadas, su arco y su armadura que utilizaba con arrojo en las muchas expediciones que se hicieron bajo su mando.

Lo más importante, es que el Corán se reveló a través de él, y toda su vida fue una manifestación continua de sus enseñanzas. Fue el ejemplo perfecto para su comunidad, tanto en cómo relacionarse entre ellos y con el mundo y cómo actuar con su Señor, el Creador del Universo. Les enseñó a purificarse y cómo y cuándo postrarse ante Allah. Les enseñó cómo y cuándo ayunar. Les enseñó cómo y cuándo dar. Les enseñó a luchar en el nombre de Allah. Les dirigió en la oración y por la noche se postraba solo, hasta que se le hinchaban los pies. Y cuando se le preguntó por qué, dijo: “¿Acaso no debo ser un esclavo agradecido?” (Abu Daud). Tenía una súplica para cada acción y no se levantaba ni sentaba sin mencionar el nombre de Allah. Todo lo que hacía era con la intención de complacer a Allah. Enseñó a su comunidad todo lo que les acercaría a Allah y les amonestaba sobre lo que les alejaría de Allah.

Infundía amor y sobrecogimiento a todos los que se encontraban con él, y sus Compañeros le amaban y reverenciaban más que a sus propias familias, sus posesiones e incluso a sí mismos. En una ocasión, su compañero y amigo más cercano, Abu Bakr as-Siddiq, para no molestar a su amado Profeta, a quien Allah bendiga y conceda paz, que estaba dormido, puso el pie tapando el agujero donde había una serpiente que acabó mordiéndole. Su sobrino y yerno ‘Ali, estuvo a punto de ser asesinado por haberle suplantado, y hay muchas más anécdotas que muestran la veneración que inspiraba a los que le seguían.

En el Corán, su Señor dice de él: “Ciertamente estás hecho de un carácter magnánimo”, (Al Qalam, 68: 4), y el mismo Muhammad, a quien Allah bendiga y conceda paz, dijo: “Sólo he sido enviado para perfeccionar las buenas cualidades del carácter”. (Al-Bujari y Muslim). El consenso absoluto de las opiniones de sus compañeros más cercanos, además de las transmisiones que nos han llegado, muestran un hombre con una perfección de carácter tal, que no cabe duda alguna sobre la autenticidad del mensaje y la guía que nos trajo: el Camino del Islam.

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