Una vez que las decisiones tomadas en los Concilios de Nicea del 325 d.C. y en el de Constantinopla en el 381 d.C. habían preparado el camino para la ratificación y formulación “definitiva” de la Doctrina de la Trinidad, una doctrina que ni siquiera el mismo Pablo había expuesto en el siglo 1 d.C. la evolución doctrinal y la transición del Cristianismo Paulino al Cristianismo Trinitario ocurrió a saltos, como si dijéramos, especialmente en el Imperio Romano Occidental.
Uno de los principales escollos intelectuales con el que se encontraban los defensores de la nueva doctrina era la que siempre había sido la tarea imposible de explicar: aunar en una sola persona los aspectos divinos y humanos; estos aspectos eran necesarios cuando Jesús aparecía no solo como hombre sino también como “hijo” de Dios. Esta reconciliación de dos opuestos solo podía conseguirse mediante la simple declaración de que no existía contradicción en ello y la aceptación de la doctrina como un acto de fe ciega, sin condiciones ni crítica alguna. Esto no era siempre satisfactorio desde el punto de vista intelectual, y llegaba incluso a interpretarse como un acto de rendición y admisión de la derrota. Sin embargo, cada vez que alguien trataba de explicar racionalmente cómo o por qué no había contradicciones en la exposición, se veía finalmente llevado a concluir que Jesús tenía que ser una cosa u otra, pero nunca ambas, a la vez que era siempre el punto en el que los Unitarios, con gran regocijo por su parte, señalaban que si Jesús tenía uno de los dos aspectos, no podía tener el otro; y si la realidad era que poseía todos los atributos del ser humano mortal entonces Jesús no podía ser Dios al mismo tiempo.
En el contexto de este debate, uno de los personajes más importantes en la historia de los principios del Cristianismo es el Papa Honorio. Contemporáneo del Profeta Muhammad, a quien Dios bendiga y conceda paz, el Papa Honorio era consciente del crecimiento del Islam, cuyos principios se parecían mucho a los de Arrio. El Papa mantenía frescas en la memoria las matanzas producidas por los cristianos cuando luchaban entre sí, y es posible que pensara que lo que había oído sobre el Islam bien pudiera aplicarse como remedio para curar las diferencias existentes entre las diversas sectas cristianas. En sus cartas comenzó a defender la doctrina de “una sola inteligencia” en el contexto de la Doctrina de la Trinidad. En sus argumentaciones declaraba que, si Dios tenía tres mentes independientes, el resultado sería el caos. Esta conclusión tan lógica y razonable propiciaba la creencia en la existencia de un único Dios.
El Concilio de Calcedonia del año 451 d.C. había dispuesto que la naturaleza de Cristo era indivisible en un intento imposible por reconciliar las dos naturalezas que atribuían a Jesús: la humana y la divina. Es posible que esta decisión influyera en Honorio a la hora de concluir que en Cristo había una voluntad única, ya que afirmó después que Cristo había adoptado una naturaleza humana libre del pecado original. Según esta opinión, Cristo tenía voluntad humana. Con ello, al menos en esta etapa, el cristianismo Paulino afirmaba, de forma indirecta, la creencia en un Dios único.
El que hubiera surgido esta controversia que jamás aparece mencionada en ninguno de los Evangelios indica el grado de influencia de los argumentos e innovaciones de Pablo y la confusión que se había extendido entre la gente.
El Papa Honorio muere en octubre del año 638 d.C. En ese mismo año, el Emperador Heraclio, que había rechazado la invitación del Profeta Muhammad a convertirse al Islam, aceptó oficialmente la doctrina de Honorio y proclamó una orden por la que “todos los súbditos del Emperador deben profesar la doctrina de la voluntad única de Jesús”. El Sínodo de Constantinopla, celebrado en ese mismo año, prestó su apoyo a la doctrina que “estaba en consonancia con la enseñanza Apostólica”.
La doctrina de Honorio no fue rebatida oficialmente durante casi medio siglo. Sin embargo, en el año 680 d.C., a los cuarenta y dos años de su muerte, un nuevo Concilio tuvo lugar en Constantinopla y el Papa Honorio fue anatemizado oficialmente ya que “desde un principio no extinguió la llama de la enseñanza herética sino que la propició con su negligencia” y en consecuencia “permitió que se manchara la fe inmaculada”.
Esta decisión, en la que un Papa es denunciado por su sucesor con el apoyo de la Iglesia, es un caso único en la historia de la Iglesia, especialmente en lo que concierne a la infalibilidad papal y parece indicar que, al menos en este período, ¡algunos Papas era menos infalibles que otros!
Lo que esta decisión muestra en realidad es que los límites de la infalibilidad papal se fueron definiendo gradualmente a lo largo de un período de tiempo hasta que se aceptó oficialmente su inmutabilidad y veracidad porque, como “Verdad Evangélica”, había llegado a una fase en la que se podía afirmar con toda certeza que las declaraciones papales estaban determinadas por Dios y no por el hombre que las pronunciaba.
La Iglesia Paulina, o Iglesia Católica Romana, como llegó a ser conocida posteriormente, creció gradualmente en poder y tamaño. Parte de este crecimiento lo debía a las alianzas establecidas con los Emperadores Romanos. Cuanto más se comprometía la Iglesia con los que detentaban el poder, más se identificaba con éstos. Durante los ocho siglos siguientes al Concilio de Nicea, la Iglesia Católica Romana se estableció sólidamente, trasladando su cuartel general de Jerusalén a Roma, donde adquirió enormes extensiones de terreno y propiedades tanto en la ciudad como en los alrededores de la misma. Este patrimonio recibió el nombre de La Donación de Constantino”.
Pronto se vio que era peligroso diferir de la Iglesia Católica Romana puesto que, además de su propio poder, tenía el apoyo del ejército imperial. A partir del año 325 d.C., millones de cristianos fueron ejecutados por no admitir las doctrinas de la Iglesia Católica. Fue una época terriblemente oscura para los que deseaban o confesaban seguir a Jesús, y en Europa muy pocas personas se atrevían a declarar abiertamente su creencia en la Unidad de Dios.
Mientras que en Europa la Iglesia Católica dedicaba sus energías a eliminar a los disidentes, tachados de “herejes”, los musulmanes empezaron a darse a conocer en la periferia del mundo cristiano. Casi todos los seguidores Unitarios de Jesús en la Tierra Sagrada y en el norte de África reconocieron el Islam como un nuevo mensaje de su Señor, una continuación sin interrupciones que confirmaba y reemplazaba la guía con la que estaban viviendo. Se hicieron musulmanes de la forma más natural, razón de que haya tan pocos cristianos Unitarios hoy en día en el Oriente Medio y en el norte de África. Así fue como a partir de mediados del siglo VIII d.C. en adelante, sólo permaneció la versión Paulina del Cristianismo, versión que se practicaba fundamentalmente en Europa.
Es probable que los dirigentes del Vaticano vieran las similitudes entre las enseñanzas del Islam y el Unitarismo predicado por Arrio. Ambas doctrinas defendían la existencia de un Dios único. Ambas aceptaban a Jesús como un Profeta que, no obstante, seguía siendo un hombre. Creían en la Virgen María y en la inmaculada concepción de Jesús. Aceptaban la existencia del Espíritu Santo. Ambas doctrinas rechazaban la divinidad imputada a Jesús. Así pues, no debe sorprendernos que el odio mostrado por la Iglesia Católica Romana en relación a los Arrianos Unitarios se dirigiera también ahora contra los musulmanes.
Si se contemplan las Cruzadas del medievo desde esta perspectiva, como ocurre con las modernas Cruzadas de nuestros días que se están luchando en los Balcanes, no es posible considerarlas como un fenómeno aislado en la historia de la Iglesia, sino que fueron una prolongación de la masacre perpetrada contra los Arrianos y los donatistas instigada por la Iglesia Paulina primitiva.
El Islam procedente de Arabia comenzó a propagarse, pasando por Tierra Santa, hasta Siria y Turquía. En esa época, una tribu que vivía en el Cáucaso, los jázaros, descendientes de Gog y Magog, se convirtió al Judaísmo por razones de interés político. En esta misma época se produjo la primera de las grandes divisiones en el seno de la Iglesia Trinitaria: en un lado se posiciona la Iglesia Católica Romana y en el otro, la Iglesia Griega Ortodoxa. La causa de esta división era el culto a las imágenes: durante los primeros años de la historia del Cristianismo, cuando la religión no estaba aún demasiado desconectada de sus fuentes y orígenes, es decir, de Jesús, la paz sea con él, el uso de imágenes había sido algo que los cristianos evitaban, tanto entre los verdaderos seguidores de Jesús como entre los seguidores de Pablo, cumpliendo así el segundo mandamiento del Antiguo Testamento en el que se prohíbe claramente la representación de cualquier ser vivo:
“No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian; y tengo misericordia por millares con los que Me aman y guardan Mis mandamientos”. (Éxodo 20: 4 6).
Sin embargo, cuando las enseñanzas de Pablo arraigaron en Europa, la veneración y posterior culto de imágenes y reliquias comenzó a infiltrarse en las prácticas y ritos de la Iglesia Trinitaria hasta tal punto que, en el siglo VII d.C. esta práctica era un hecho establecido, principalmente en el Imperio Romano Occidental.
Mientras tanto, en el Imperio Romano Oriental se producía un resurgimiento del Unitarismo, centrado en Constantinopla y sus alrededores, que culminó en el año 726 d.C. con la campaña de León el Iconoclasta quien, con el mayor celo, se dedicó a destruir todo tipo de ídolos e imágenes. El Papa Gregorio 11, temiendo que el fervor puritano de León pudiera propagarse hasta Italia, le advirtió seriamente de las terribles consecuencias que acarrearían sus acciones. León ignoró las amenazas y llevado de su voluntad de purificar las iglesias orientales y occidentales, llegó a invadir Italia. Sin embargo, León y su ejército fueron derrotados cerca de Rávena por las tropas de la Iglesia Católica Romana.
Tras esta confrontación las dos Iglesias ya no volvieron a reunificarse a pesar de que ambas suscribían básicamente las mismas doctrinas Paulinas y Trinitarias especialmente después de que el hijo de León, Constantino el Adopcionista, convocara el séptimo Sínodo de Constantinopla, en el año 774 d.C., en el que se declaró que el culto de imágenes era una corrupción del cristianismo y una renovación del paganismo, razón por la que todas las imágenes debían ser destruidas.
Como era predecible, hubo una reacción contra este intento de erradicar la utilización de imágenes, práctica que se había establecido en el cristianismo europeo; no debería sorprendernos entonces que el segundo Concilio de Nicea, celebrado en el año 787 d.C., aprobara de nuevo el uso de las mismas. Esta decisión produjo como resultado el uso intensivo de imágenes no sólo por la Iglesia Ortodoxa Griega sino también por la que después se llamaría Iglesia Ortodoxa Rusa. Pero, aunque las Iglesias Trinitarias orientales y occidentales estaban unificadas en lo que respecta a la utilización de las imágenes, otros aspectos las habían separado de tal manera, especialmente en lo que respecta a las jerarquías respectivas, que ya era imposible que se unificaran de nuevo bajo el título de Iglesia Cristiana”.
La ruptura entre las Iglesias orientales y occidentales es lo que permite comprender, en tiempos de la cuarta Cruzada, el saqueo de Constantinopla perpetrado en el año 1203 d.C. por un ejército católico romano cuya misión oficial era la de liberar Jerusalén de la ocupación musulmana. A pesar de que en dicha época la mayoría de los habitantes de Constantinopla eran cristianos Trinitarios y compartían las mismas doctrinas religiosas básicas que la mayor parte de los miembros del ejército que los estaba atacando, ello no les impedía estar tan alejados ideológicamente entre sí como para considerarse mutuamente como “el enemigo”.
En aquellos momentos del cristianismo europeo, la supremacía de la Iglesia Católica Romana estaba amenazada no sólo por la Iglesia Bizantina de Oriente sino también por la rápida expansión del Imperio musulmán en el Sur. Por otra parte, las doctrinas y prácticas del cristianismo europeo se habían enraizado más en la cultura y filosofía europeas que en la propia forma de vida de Jesús y sus seguidores de entre las doce tribus de la Tribu de Israel. Y como, además, y de forma casi inexplicable, los cristianos Unitarios seguían resurgiendo en Europa, especialmente en Francia, la Iglesia Católica Romana decidió establecer la Inquisición, a principios del siglo XIII d.C., para poner orden en su propia casa eliminando primero la corrupción existente en el clero para continuar después con la erradicación de los “herejes” en sus congregaciones. Con ello hizo una demostración tal de despiadada “compasión” y de cruel “misericordia”, que no ha sido igualada desde entonces.
Quizás no cause sorpresa saber que la Inquisición del Medievo se concentrase más en los feligreses que en el clero a la hora de investigar y eliminar cualquier desviación de las doctrinas erróneas, pero ya establecidas, de la Iglesia Trinitaria. Se desconoce el número exacto de personas asesinadas en nombre de Jesús por esta institución, aunque fueron muchos los que sufrieron y perecieron a sus manos. Especialmente después de que la Inquisición medieval desarrollara técnicas de tortura y utilizara a la Inquisición española como el brazo armado para suprimir brutalmente a todos los judíos, cristianos Unitarios y musulmanes que vivían en la Península Ibérica. Durante los siglos XIII al XVI todos ellos fueron perseguidos, matados o forzados a huir para salvar sus vidas.
Una vez probada y perfeccionada en Europa, la Inquisición Trinitaria se exportó al “Nuevo Mundo” donde cientos de miles de indígenas de las Américas o de las Indias Occidentales fueron eliminados o esclavizados para mayor gloria de Dios. Había además mucho oro de por medio.
Esta desmesurada manifestación de tiranía y codicia, que tan flagrantemente contradecía el ejemplo de compasión y generosidad enseñado por Jesús, fue temida aunque no aceptada por muchos cristianos Trinitarios europeos, especialmente ahora que la mayor parte de los judíos, cristianos Unitarios y musulmanes de Europa habían sido eliminados. Temida, porque significaba que ahora los inquisidores se verían obligados a volverse hacia sus propios compañeros cristianos, aunque tuvieran que acusarlos de practicar las artes mágicas y la brujería, para así mantener el estilo de vida al que se habían acostumbrado.
La consecuencia inevitable de esta situación fue la aparición de diferentes movimientos de protesta entre los que se incluyen los de Lutero y Calvino durante los siglos XV y XVI conocidos con el nombre de “La Reforma”.
A pesar de que la Inquisición fue desmantelada el 15 de Julio de 1834, el resultado del movimiento Reformista y del movimiento de la Contra Reforma que se produjo en el seno de la Iglesia Católica Romana había sido la mera instauración de nuevas jerarquías en la Iglesia Trinitaria, acompañada de un atrincheramiento más profundo de las doctrinas Trinitarias fundamentales.
Con el advenimiento de la Reforma y el posterior establecimiento de varias Iglesias Protestantes que, como la Iglesia Católica Romana, llegó a convertirse en muy poderosa, la Doctrina de la Trinidad se estableció aún más firmemente a pesar incluso de que los Protestantes y los católicos Romanos seguían oponiéndose encarnizadamente en temas tales como quién debería ser la figura máxima de la Iglesia Trinitaria y cuál era la situación con respecto al documento que autorizaba la “Donación de Constantino,” documento, debe recordarse, que especificaba que la Iglesia Católica Romana había adquirido un gran número de propiedades en Roma y sus alrededores.
La Guerra de los Treinta años que tuvo lugar en el siglo XVII (1618 1648) y enfrentó a cristianos y protestantes, fue una indicación más de que las batallas entre estas Iglesias no tenían como objetivo la implantación de la verdadera guía de Jesús. Al igual que la agresión protagonizada por la Iglesia Paulina contra los seguidores de Arrio y Donato, y luego contra los musulmanes, lo que esta guerra mostró fue la lucha por el poder entre varias jerarquías de la Iglesia. Desde sus comienzos, la Iglesia Paulina Trinitaria había combatido con el único objetivo de establecer y consolidar su propia existencia como institución, y no para propagar lo que Jesús había enseñado.
Aunque varios movimientos reformistas declaraban desde el siglo XV en adelante que su deseo era retornar a las enseñanzas originales de Jesús, para entonces las enseñanzas se habían perdido por completo. Todos los cristianos, independientemente de su denominación, grado de sinceridad o las doctrinas que profesaban, estaban condicionados por unas Escrituras que no eran completas, ni precisas, ni siquiera fiables.
Así pues, a pesar de que los nuevos movimientos reformistas confrontaban la autoridad Papal y el comportamiento del clero establecido, jamás llegaron ni siquiera a soñar con confrontar la validez de las doctrinas de la “Nueva Alianza”, la Trinidad, el Pecado Original y el Perdón y Redención de los Pecados doctrinas no enseñadas por Jesús y que dependían de una crucifixión y una resurrección que jamás habían sucedido.
Quizás el más honesto de los distintos Reformadores habidos fuera el Rey Enrique VIII de Inglaterra quien, después de haberle sido concedido el título de “Defensor de la Fe” por el Papa en el año 1521 -es de suponer que se trataba de la fe católica romana- por haberse opuesto a las ideas de los principales Reformadores, decidió separarse de la Iglesia de Roma y convertirse en la cabeza de la nueva “Iglesia de Inglaterra”.
El rey Enrique VIII jamás declaró seguir las enseñanzas originales de Jesús, la paz sea con él, ni tampoco trató de encubrir o disimular sus razones o motivos, que por cierto siempre fueron claros. Llegó incluso a permitir la legalización de la usura, una práctica parasitaria prohibida por todos los Profetas, incluidos Moisés, Jesús y Muhammad a quienes Dios bendiga y conceda paz.
En este periodo de la Reforma, los cristianos europeos, tanto Trinitarios como Unitarios, católicos romanos o protestantes, comenzaron un proceso de expansión y reforma fuera de los límites de Europa y en medio de diferentes culturas. No podían avanzar demasiado lejos por vía terrestre, debido a que las rutas hacia Oriente y hacia el Sur estaban controladas por los musulmanes, de modo que decidieron viajar por mar, convirtiendo a todos los que podían por donde quiera que pasaban.
Al ver la rápida expansión del Islam y la conversión de muchos cristianos Unitarios en musulmanes, se formuló un plan de ataque que los atenazara por. Oriente y Occidente. Esta estrategia, ejecutada principalmente por los cristianos Trinitarios, tuvo el apoyo financiero de los judíos europeos (muchos de los cuales descendían de los jázaros que, como en el caso de los cristianos europeos, ya no descendían de las doce tribus de la Tribu de Israel).
Los impulsores de esta estrategia confiaban en establecer una alianza con un legendario rey cristiano de la India, el Preste Juan y, con su ayuda, lograr la conquista del mundo entero.
Llevado por el interés en llegar a la India por el camino más largo, Colón “descubrió” América, unos doscientos años después de que los musulmanes del África Occidental ya estuvieran allí establecidos; al mismo tiempo, Vasco de Gama “descubría” una nueva ruta marítima a la India rodeando el Cabo de Buena Esperanza.
Estos descubrimientos resultaron ser, desde el punto de vista financiero, aventuras sumamente provechosas. Los cristianos europeos no encontraron a su rey legendario ni lograron erradicar el Islam, pero unidos a los judíos europeos colonizaron gran parte del mundo; el resultado fue que sus respectivos dirigentes, mercaderes y banqueros amasaron enormes fortunas.
El conflicto existente entre católicos romanos y protestantes y cada vez que resurgían los cristianos Unitarios, el conflicto entre éstos y los Trinitarios continuó representando el drama ya conocido, sólo que ahora el escenario tenía dimensiones mundiales y cada uno de los bandos estaba unido en su oposición a, y dependía de, los servicios financieros de los judíos europeos. Cada “bando” estaba también unido en el intento por derrocar a los musulmanes, y cada “bando” seguía empecinado en una guerra ideológica cuyo objetivo era la supremacía política y doctrinal.
A comienzos del siglo XIX, cualquier conexión con un cierto contenido entre los cristianos (Trinitarios o Unitarios) y los seguidores originales de Jesús que como vimos eran miembros de las doce tribus de la Tribu de Israel había desaparecido hacía tiempo. Las controversias y los debates doctrinales que habían caracterizado los primeros Sínodos y Concilios cristianos habían sido simplificados y las decisiones se habían tomado hacia un bando u otro. Cualquier intento de oposición seria al Cristianismo trinitario europeo había sido superado.
No obstante, y a pesar del tremendo poder que ejercían en Europa las Iglesias Católica Romana y Protestante, no podían eliminar por completo la creencia en la Unidad Divina entre todos aquellos que profesaban el cristianismo; ya fuera denominado Arrianismo o Socianismo o Unitarismo, la creencia en la Unidad Divina en un Dios único ha sobrevivido dentro del movimiento cristiano hasta llegar a nuestros días.