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Thu, 21 Nov 2024

El tiempo en que vivimos 1/2

Abdessalam Gutiérrez

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Es muy importante entender el tiempo en el que se vive.

Hay que conocer el tiempo en que se vive. Y lo más seguro es que casi todo el mundo está convencido de que sabe perfectamente en qué tiempo está viviendo y de que sabe lo que está pasando.

En esta época en la que nos ha tocado vivir, en la cual estamos completamente saturados de información, ya que podemos comunicarnos con cualquier parte del mundo de forma directa e inmediata gracias al desarrollo imparable de la tecnología, teniendo acceso a todos los medios de comunicación de cualquier parte del mundo, con Internet, redes sociales y una incesante sucesión de noticias de todo el mundo, todas muy transcendentales, pero que no duran más de tres días en los medios de comunicación, estamos completamente informados de la política nacional e internacional, de forma que podemos opinar de cualquier cosa y ya sabemos qué es lo conveniente y políticamente correcto acerca del feminismo, políticas de igualdad de género, movimientos LGTBI, la diversidad, el cambio climático, la crisis, etc.

Todo esto nos tiene completamente entretenidos e informados, aunque haya algunas cuestiones de las que no se habla mucho o, si se habla, se hace como si de fenómenos meteorológicos se tratara, o sea, como de algo inevitable, y me estoy refiriendo al asunto fundamental de quién manda y tiene el poder en estos momentos en el mundo, o, lo que en definitiva es lo mismo, de en manos de quién está la riqueza.

Si repasamos la historia de lo acontecido en los últimos doscientos treinta años, justo desde la Revolución Francesa, podemos ver como ha cambiado por completo la realidad social del mundo. Desde esa fecha empezaron a cambiar los poderes que gobernaban el mundo, las monarquías absolutistas de Europa fueron cayendo una a una, hubo revoluciones, guerras -dos de ellas mundiales- y se instauraron dos modelos de gobierno en la mayor parte del planeta los llamados capitalismo y comunismo. Todos conocemos esa historia, en la que se nos explica como cayó el imperio chino, el califato otomano, el imperio ruso, y todas y cada una de las monarquías europeas, instaurándose las llamadas democracias en Occidente y los regímenes comunistas en oriente. Esta historia es perfectamente conocida y hay cientos de películas y miles de libros que nos lo explican.
Pero lo que no se cuenta, excepto como si hubiera sido algo anecdótico, que haya sucedido como por azar, es que al mismo tiempo que cambiaban los gobiernos la riqueza del mundo también cambiaba de mano, pero además lo que cambiaba en la riqueza era su propia naturaleza.

Lo sucedido en este periodo de tiempo, es que la riqueza que anteriormente consistía fundamentalmente en posesiones materiales, tierras, casas, mercancías, industria y oro o plata, ahora mismo consiste o está representada en papeles sin valor alguno y fundamentalmente en dígitos electrónicos que se mueven vertiginosamente de ordenador a ordenador de las grandes corporaciones bancarias internacionales.

Lo que no se cuenta es que la mayor parte de la riqueza del planeta ha cambiado de manos y ha ido a parar a las manos de una pequeña élite privilegiada, el banco suizo Credit Suisse, elabora anualmente un informe mundial de la riqueza la cual estaba distribuida a finales de 2017 de la forma siguiente:

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Así está repartida la riqueza en el mundo.

El 1 % de la población mundial tiene el 50 % de la riqueza
El 7 % de la población tiene el 35 % de la riqueza
El 21 % de la población tiene el 12 % de la riqueza
Y el 71 % de la población tiene el 3 % de la riqueza.

Pero no queda ahí la cosa, lo más grave y sobre lo que tampoco se habla mucho, es que existe una élite desconocida, que no solo ha conseguido poseer la riqueza, sino que además se ha convertido en acreedora del resto de la humanidad, ya que todos los demás tenemos una deuda con ellos absolutamente impagable, y nosotros y nuestros descendientes, por generaciones y generaciones, deberemos estar pagando año tras año los intereses crecientes de esa deuda.
Esto que está sucediendo, y sobre lo que casi nadie tiene duda, ¿no es algo importante y crucial sobre lo que deberíamos hablar?
¿Acaso todos los temas sobre los que hay un constante debate no son una cortina de humo que nos tiene entretenidos mientras alguien nos está metiendo mano en la cartera y nosotros no nos enteramos?

En la época que estamos viviendo, sobre la que nadie parece dudar del progreso y avance de la humanidad hacia un mundo mejor, lo que se puede ver es que, mientras un tercio de la población ha alcanzado un cierto grado de bienestar, lo que llamamos Occidente, eso ha sido en base al expolio de la riqueza de las otras dos terceras partes de la población mundial, a la que, en algunas regiones del planeta, se la ha sumido en una pobreza extrema que no se había conocido nunca antes en la historia; zonas en las que, en pleno siglo XXI, la gente sigue muriendo de hambre, donde la mortandad infantil se mantiene en las últimas décadas en más de 3 millones de niños que mueren al año por desnutrición, que son entre 8500 y 10000 muertes diarias.
Este periodo de tiempo también se ha caracterizado por el deterioro creciente del medio ambiente, debido a los desastres ecológicos que se han ocasionado, con la consecuencia del cambio climático, y por una degradación de los valores humanos. Así que, si reconsideramos la opinión sobre este tiempo, quizá no la veamos como la de la consecución de las libertades y el desarrollo, sino como una de las épocas más oscuras y trágicas de la historia de la humanidad.

Volviendo al asunto de la deuda, lo que ha sucedido y sigue sucediendo ‒aunque parece que nadie quiera enterarse y hablar de ello‒ es que de una forma casi mágica, sin saber cómo ni por qué, resulta que ahora mismo todos somos deudores desde el momento en que nacemos, y no porque hayamos heredado de nuestros padres esa deuda, sino por los mecanismos establecidos desde esa fecha mencionada a través de los cuales los Estados modernos han ido endeudándose cada vez más y más hasta llegar a este momento (la deuda pública mundial ‒solo la de los Estados, aquí no se cuenta la deuda de empresas o particulares‒ alcanzó en 2018 la no despreciable suma de 60 billones de dólares), lo cual quiere decir que, estadísticamente hablando, cada habitante del planeta debe unos 10 000 dólares. Nosotros los españoles debemos unos 25 000 dólares por cabeza; peor lo tienen los americanos de EE UU, que deben unos 55 000, o los japoneses, que llegan a los 83 000. Pero en Mauritania, un país devastado por la pobreza, un niño musulmán nace debiendo unos 1500 dólares a las grandes casas banqueras franco-judías, que les han prestado dinero con los avales de los sucesivos presidentes elegidos (personajes de dudosa reputación). El niño jamás verá 1500 dólares en toda su vida. Será rico si logra ver 100. Y será muy afortunado si no muere de desnutrición a los dos años de edad.

Y ahora algunos dirán: «¡Pero bueno, eso es lo que debe el Estado, no tiene nada que ver conmigo!». ¿Pero a quién va a recurrir el Estado para ir pagando, no el principal, que no hay forma de pagarlo, sino los intereses de esa deuda? Pues a ti, a mí y a todos los demás, que en forma de impuestos vamos a tener que ir pagando cada día de nuestra vida esos intereses crecientes.
Y digo cada día porque con el invento del IVA ‒el mejor invento del sistema para conseguir que todo el mundo page sin rechistar‒, cada vez que compras algo, lo que sea, estás pagando impuestos, parte de los cuales van destinados a pagar intereses. En el caso de España, los intereses pagados en 2018 fueron 32 000 millones de euros, unos 700 euros por españolito.

Esto quiere decir que, si el consumo medio por español fue de unos 11 000 euros en 2018, lo que pagamos solamente de IVA fueron unos 1500 euros de media, de los cuales, como hemos dicho, 700 fueron para pagar intereses a nuestros acreedores, a los que nadie parece conocer, que no se sabe quiénes son ni dónde están, pero que son intocables y los llamamos eufemísticamente «mercados financieros».

Esta es la realidad en la que estamos viviendo en este tiempo y que, como he dicho antes, es considerada como algo inevitable, como si fuera una tormenta contra la que no se puede hacer nada. Podemos hablar de ello, pero no hay nada que hacer.
Esto es lo que ha estado pasando en los dos últimos siglos: que nos están metiendo mano en la cartera un día sí y otro también; pero nadie, ni políticos, ni periodistas, intelectuales, artistas o colectivos de lo que sea ‒ahora los hay a puñados‒, nadie, excepto unos pocos, dice nada de nada.

Esta es la realidad de este tiempo.

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