Shaij Abdulhaqq Bewley
Islam es atestiguar que no hay más dios que Allah y que Muhammad es el Mensajero de Allah, establecer la oración, pagar el Zakat, ayunar el mes de Ramadán e ir en peregrinación a la Casa si se tienen medios para hacerlo.
Estos son los cinco pilares sobre los que se erige el edificio del Islam. Por lo tanto, vemos que el primero de todos ellos es la doble shahada, el doble testimonio de fe: atestiguar que no hay más dios que Allah y que Muhammad es el Mensajero de Allah.
La primera Shahada: No hay más dios que Allah
A lo largo del Corán, y en varios dichos del Profeta, que Allah le dé Su gracia y paz, aparecen diversas versiones de esta fórmula. Un ejemplo representativo está en el Corán cuando dice:
“Sabe que no hay dios sino Allah y pide perdón por tus faltas y por los creyentes y las creyentes. Allah conoce vuestro ir y venir y vuestra morada”. (Muhammad, 47:19)
Hay un poder creativo que es el origen de toda existencia, del que ha surgido todo lo que existe y a lo que todo ha de regresar cuando termine le vida. Este poder sustenta lo que hay y es consciente en todo momento de cada una de las cosas que existen. El universo material en que vivimos no es más que la dimensión externa de una realidad cósmica multidimensional que se irradia a partir de este origen unitario y que incluye otras dimensiones; los efectos de éstas últimas pueden sentirse en ésta en la que estamos. El ser humano es el locus del conocimiento potencialmente consciente de la verdadera naturaleza de la existencia, y hay pocas personas que, en lo más profundo de sus corazones y en los momentos de mayor necesidad, no reconozcan la existencia de Dios.
En el Corán se dice que Allah sólo ha creado a los hombres y a los genios para que Le adoren y es evidente que, en términos generales, esta adoración es un instinto básico de los seres humanos. A lo largo de la historia de la raza humana, la adoración ha demostrado tener un papel fundamental en todas las sociedades. Lo que la primera shahada declara de forma inequívoca, es que no puede haber un objeto auténtico de adoración que no sea Allah. En el transcurso de las épocas, los seres humanos han convertido muchas cosas en objetos de adoración: los fenómenos naturales, tales como el sol y otros cuerpos celestes, las montañas, los océanos, los árboles, las piedras y varios animales de la superficie del planeta, ídolos hechos con metales o esculpidos en piedra, madera o arcilla. Y en los tiempos modernos cosas más abstractas como el nacionalismo, el comunismo, el capitalismo, el materialismo científico y otras ideologías del mismo tipo; y también cosas más mundanas, como las mujeres, el dinero y el poder.
Cuando la gente adora conscientemente estas cosas como si fueran dioses es un caso patente de idolatría, pero hay una manera más sutil de erigir ídolos: cuando a estas cosas se les otorgan atributos que sólo se pueden atribuir a lo Divino. Una de las definiciones que hace el Corán de un objeto de adoración, es la de todo aquello a lo que se dirige la gente esperando conseguir un beneficio o por temor a recibir algún mal. El Corán indica con toda claridad que no hay nada que pueda causar daño ni beneficio excepto Allah. Y sin embargo podemos decir, casi con certeza, que todos los que hemos sido criados y educados en esta época de materialismo científico llegamos a creer que el daño y el beneficio pueden provenir de muchas otras cosas; todos nosotros tendemos a conferir la eficacia más absoluta a los medios a través de los cuales nos llegan las cosas. Al hacerlo, estamos otorgando a los objetos ordinarios un poder intrínseco y, como la mayoría de nosotros carecemos de entendimiento intelectual sobre la verdad teológica, les estamos confiriendo unos atributos que sólo pueden atribuirse a la Realidad Divina. Por mucho que lo hagamos de forma inconsciente, estamos convirtiendo todo tipo de cosas en objetos de adoración. Lo que estamos afirmando en realidad, es que hay más dioses además de Allah.
El Corán declara en repetidas ocasiones y con toda claridad que nada de lo que hay en la existencia tiene poder real excepto Allah. Esto significa que todo lo que ocurre se debe sólo a Allah. En el Corán descubrimos aleyas en la que Allah afirma que:
Allah hace que caiga la lluvia; Él hace que crezcan las plantas.
“Y Él es Quien hace que caiga el agua del cielo; con ella hacemos surgir el germen de todo”. (An’aam, 6: 100).
El vuelo es sólo por Allah.
“¿Es que no ven a las aves subordinadas en el aire del cielo? Sólo las sostiene Allah”. (Mulk, 67: 19).
Allah es el responsable directo de traernos al mundo.
“Él es Quien os ha creado de tierra y luego de una gota de esperma y de un coágulo de sangre. Luego hace que salgáis como niños”. (Ghafir, 40: 67).
Allah es el responsable directo de traernos al mundo.
“Y cuando estoy enfermo, Él es Quien me cura”. (Ash-Shu`araa’ 26: 80).
Allah es Quien nos cura de la enfermedad.
El problema de nuestro tiempo, sobre todo para los que vivimos en Occidente, es que, desde la edad más temprana, se nos inculca justo lo contrario. Tras la famosa declaración de Francis Bacon, “Dios sólo actúa en la naturaleza a través de causas secundarias”, la verdad teológica se separó de la científica, y la profundidad con la que la visión del materialismo científico ha penetrado en la consciencia humana no debe ser subestimada. Y se hace a lo largo de toda una vida en la que nos vemos bombardeados por un incesante proceso de adoctrinamiento. En el así llamado ‘mundo real’, lo Divino no interviene para nada, ya que se nos dice que las causas secundarias son la que hacen que ocurran las cosas.
Según esta opinión, el viento y la lluvia suceden por cambios en la presión en la atmósfera y los ciclos climáticos; la causa del crecimiento de las plantas es el ciclo del nitrógeno; el poder volar tiene que ver con la ciencia de la aerodinámica; nuestro nacimiento depende de la concepción y el proceso de la gestación; la enfermedad se cura gracias a la ciencia de la medicina. Y nosotros no estamos negando que ocurran estos procesos. Por supuesto que lo hacen. Pero no son el motivo, no son la causa de cosa alguna. Según la visión que presenta el Corán, no existe una conexión real entre la causa y el efecto. Los efectos coinciden con las causas, pero éstas no son los que lo producen. Tanto la causa como el efecto son creaciones Divinas y son manifestaciones del Poder Divino. La causa aparente carece por completo de toda efectividad inherente.
Este divorcio entre causa y efecto –que implica que no es lo que comes lo que mitiga tu hambre, no es lo que bebes lo que apaga tu sed, no son las ropas lo que te calienta ni la medicina lo que te hace sentir mejor– nos parece, al menos al principio, que carece de sentido. Decirlo parece absurdo. Pero no siempre ha sido así.
Cuando la verdad teológica, en vez de la científica, era la base de la visión de la mayoría de la gente, tal y como ocurría en Europa, por ejemplo, hasta finales del siglo XVIII, y a pesar de que la experiencia cotidiana hacía que se atribuyesen efectos a las causas que los precedían, existía una comprensión intelectual que afirmaba que esta conexión sólo era aparente, y que el agente real que intervenía en los procesos, era una manifestación del Poder Divino. Esta era la opinión de personas extremadamente inteligentes en la Europa anterior al fin del siglo XVIII. El filósofo empírico George Berkeley, por ejemplo, se destacaba por su elocuencia al hablar de este tema.
Este debate sobre la conexión entre causa y efecto es crucial en este contexto del primer pilar del Islam, porque la declaración de que no hay más dios que Allah implica que nada ocurre sin la intervención directa del Poder y la Voluntad Divinas y que, en consecuencia, las causas no son las que producen los efectos subsecuentes. La razón de que en nuestra época sea imposible comprender esta visión de manera auténtica, se remonta a la revolución científica del siglo XVII cuyo resultado es que la gente viese el mundo en que vivía de forma completamente diferente. Antes de ese punto, los seres humanos se veían viviendo en el centro del universo, con el sol y la luna girando en torno suyo, mientras que por encima estaban las esferas celestes de la actividad angélica; y todo esto, bajo el poder englobador del Trono de Dios, Cuya Mano movía y dirigía toda la existencia.
Pasado ese tiempo, y debido a la nueva comprensión del universo físico que introdujo la invención del telescopio, la gente se vio obligada a considerarse como los habitantes de una masa mineral insignificante, la mera parte de un sistema planetario menor que es uno más de los innumerables sistemas perdidos en la inmensidad del espacio infinito. Los posicionamientos filosóficos de hombres como Descartes y Hobbes, además de las teorías y descubrimientos de Galileo y Newton, postulaban un universo en el que todo tenía explicación en términos de fuerzas interdependientes, interactivas y consecuentes consigo mismas, que no necesitaban estímulos que procediesen del exterior del universo. Dios ya no era necesario; todo podía explicarse sin recurrir a la intervención Divina. En lo que respecta a intenciones y objetivos, lo Divino había sido expulsado del universo físico.
Esta visión de la existencia científico-materialista ha sido inculcada en la práctica totalidad del planeta desde la más tierna infancia. La visión científica del mundo ha invadido cada uno de los aspectos de la vida y todos los rincones del planeta, y nuestra educación sirve para afianzarla y estructurarla; y nadie ha podido eludir su influencia. Ya sean ilustrados o analfabetos, ricos o pobres, musulmanes o no musulmanes, casi todos contemplan la existencia a través del telescopio de Galileo y ven un universo mecanicista newtoniano que está impregnado del dualismo Cartesiano; y esto hace que sea muy difícil, si no imposible, aceptar sin reservas que “No hay más dios que Allah” y todo lo que ello implica.
Si esta visión de la existencia newtoniana hubiese demostrado ser una descripción completa y minuciosa de cómo son las cosas, sería difícil ver la relevancia del significado profundo de la primera shahada; pero la verdad es que, incluso en sus propios términos, la visión de Newton ha demostrado ser muy incompleta y con una comprensión cada vez más inadecuada de la naturaleza física de la existencia. Las partes que componen la materia y la naturaleza de la interacción entre los cuerpos físicos, ha resultado ser mucho más compleja y misteriosa que la postulada por Galileo, Newton, sus contemporáneos y sus sucesores de los siglos dieciocho y diecinueve.
Conforme avanzaba el siglo XX empezaron a aparecer fatídicas grietas en el edificio indestructible de la ciencia mecanicista; lo curioso es que no procedían del exterior –ya no quedaba nada lo suficientemente fuerte como para atacarlo– sino desde dentro. La materia, esa substancia sólida sobre la que se cimentaba el mencionado edificio y con la que estaba construido, se descubría ahora que era muy diferente a lo que se suponía. Aquel espíritu de investigación y experimentación, que había sido la energía que propició e hizo surgir la revolución científica, atestiguaba ahora la anulación de muchos de sus dogmas.
Rutherford y Bohr demostraron, sin lugar a dudas, que el átomo, el elemento básico con el que está construida la existencia, contiene en su mayor parte un espacio vacío. Max Planck demostró que varias de las premisas básicas de la física clásica eran erróneas. En el flamante edificio de la física clásica comenzaban a aparecer grietas, y cuando Werner Heisenberg formuló su célebre principio de la incertidumbre, el zorro entraba en el gallinero. El modelo atómico de Rutherford, con sus partículas diminutas viajando por un espacio vacío, había sido un duro revés para el concepto clásico de la materia sólida. Pero la nueva transformación de la materia en una especie de difuso modelo ondulatorio, significaba que las cosas eran aún peor. Esta serie de zozobras se disipó por completo con la relación de incertidumbre de Heisenberg que cuestionaba la existencia del concepto mismo de la solidez. El determinismo, la conexión entre causa y efecto, estaba considerado como la roca firme sobre la que se asentaba la filosofía natural; pero los descubrimientos de Heisenberg pusieron fin a esas pretensiones.
Esta revolución del conocimiento de la naturaleza de la materia es tan importante para nuestra comprensión de la naturaleza de la existencia como en su tiempo lo fueron los descubrimientos del siglo XVII. En vez de ser la sustancia muerta que presentaba Newton, mecánicamente determinada por la acción de fuerzas exteriores, se demuestra que, en su estrato más profundo, la materia es energía en sí. En vez de ser inerte y predecible, es en realidad dinámica y misteriosa. Mientras las implicaciones filosóficas de todo esto tienen todavía que llegar a la vida cotidiana, ya se están mostrando en los niveles más elevados de la investigación científica. El experto en física atómica Frithjof Capra expone este tema de manera lúcida y elocuente:
Cuando la mecánica cuántica –el fundamento teórico de la física atómica– se formuló en el año 1920, se puso de manifiesto que incluso las partículas subatómicas no se parecían en nada a los objetos sólidos de la física clásica… En el nivel subatómico, el material sólido de la física clásica se diluye en modelos de probabilidades semejantes a una onda… Un análisis minucioso del proceso de observación de la física atómica ha demostrado que las partículas subatómicas carecen de significado como entidades aisladas, y sólo pueden ser entendidas como correlaciones entre la preparación de un experimento y las mediciones posteriores. No obstante, esto significa que la división Cartesiana entre ‘yo’ y el mundo, ya no puede hacerse cuando tratamos con la materia atómica. La mecánica cuántica revela la unidad básica de todo el universo. Euro Escort Babes Conforme penetramos en la materia, la naturaleza no muestra la existencia de una especie de bloques de construcción básicos y aislados, sino más bien parece ser una red complicada de relaciones entre las varias partes del todo; y estas relaciones incluyen al observador de manera fundamental.
La primera shahada, la declaración de que no hay más dios que Allah, implica que hay una directa participación Divina en todo proceso físico. La puerta a esta participación se cerró aparentemente con la descripción del universo que proponía la física clásica, una imagen que fue aceptada por la mayoría de los habitantes del planeta. Sin embargo, los nuevos descubrimientos sobre la materia cambiaron por completo la descripción hasta entonces aceptada y con ello se abrió de nuevo la puerta a la comprensión de la participación Divina en los procesos físicos. La declaración “No hay más dios que Allah”, inaccesible para la mayoría durante muchos años, se convertía de nuevo en una auténtica posibilidad intelectual. No hay razón alguna que impida la afirmación de la primera shahada por un ser humano inteligente.